Al principio de la pandemia, cualquiera andaba preocupado sobre si el estado de alarma permitía o no tal o cual cosa. Si se trataba de restricciones o limitaciones a la libertad e, incluso, si se estaba produciendo una suspensión de derechos fundamentales y, de hecho, un estado de excepción encubierto. Con razón o sin razón, con argumentos jurídicos o no, lo cierto es que era legítimo y sano planteárselo, ya que estábamos encerrados en casa.
Ha pasado el tiempo. Inicialmente, la autoridad de turno (en lo que atañe a este blog, la Generalidad de Cataluña) se atrevía a imponer restricciones concretas, con resultado desigual en cuanto a la autorización judicial. Hasta que, al final, a fuerza de la repetición de restricciones, se ha instaurado un sistema en que ya nadie apenas discute ni se plantea la resistencia contra CUALQUIER restricción de derechos. Llamarlo autoritarismo es tremendista y demasiado fuerte; decir que estamos en una situación alejada de un verdadero respeto a los derechos individuales no me parece tan exagerado. Y que de esta segunda situación, el alejamiento, uno se puede acercar al autoritarismo, es absolutamente cierto.
El ejemplo lo tenemos, otra vez, en Cataluña. Resulta que las elecciones del 14 de febrero han quedado «sin efecto» (enlace al Decreto por el que «se deja sin efecto la celebración de las elecciones al Parlamento de Cataluña del 14 de febrero de 2021 debido a la crisis sanitaria derivada de la pandemia causada por la COVID-19«). O sea: se han suspendido las elecciones. El derecho fundamental a la participación política ha quedado suspendido.
Esto, en primer lugar, nos lleva al primer párrafo de la entrada: si decretar el estado de alarma y, después, restringir determinados derechos, rozaba o era un estado de excepción encubierto, suspender unas elecciones cuando, actualmente, no tenemos restringido salir de casa, ¿es estado de excepción encubierto o no? ¿Tiene soporte legal o no? ¿Qué garantía tengo de que el día 30 de mayo se celebren las elecciones, cuando además resulta que la fecha está «más o menos» fijada, pero no existe convocatoria?
Porque el artículo 2 del Decreto dice: «Artículo 2. Las elecciones al Parlamento de Cataluña se convocarán para que tengan lugar el día 30 de mayo de 2021, previo análisis de las circunstancias epidemiológicas y de salud pública y de la evolución de la pandemia en el territorio de Cataluña, y con la deliberación previa del Gobierno, mediante decreto del vicepresidente del Gobierno en sustitución de la presidencia de la Generalitat.«.
O sea, que el Gobierno de la Generalidad se sigue reservando la facultad de convocar elecciones según le parezca.
Es claro y evidente que estamos ante una situación epidemiológica grave. Muy grave. Opinar en contra de las restricciones de derechos no es muy popular. Pero depende del día y del viento que sople, lo cual no es muy respetuoso con los derechos fundamentales. Incluso la prensa subvencionada reconoce interés electoral de los partidos separatistas, lo cual indica que la suspensión de nuestros derechos no tiene tanto que ver con la salud como con el temor a las urnas y las ganas de seguir en la poltrona. Porque el que se ha denominado «efecto Illa» a mí me parece que tendrá, en el mejor de los casos, un alcance limitado. Eso, en el mejor, así que casi ni lo contemplo.
CONCLUSIÓN. Las urnas y votar han sido un valor supremo… hasta que les ha apetecido SUSPENDER las elecciones con la excusa de unas circunstancias conocidas y previsibles. Graves, sin duda. Conocidas, también. Previsibles, qué menos. Pero, oigan, que cada día millones de personas se mueven para ir a trabajar, hacer la compra en supermercados y en los comercios que no han tenido que cerrar… Hasta los niños van al colegio. En fin, que se trata de una suspensión en toda regla (en esto coincido con la entrada del blog de Ernesto López Vallet, «Las elecciones no se han aplazado«), con una débil justificación jurídica y de hecho (la suspensión de las elecciones es una medida más grave y limitadora que cualquier otra de las que están hoy vigentes). Una democracia sin efecto. Y, como escribe José Antonio Zarzalejos en El Confidencial, una cacicada.