Tras las Sentencias del Tribunal Constitucional de 25 de febrero que anulaban los preceptos más significativos de la Ley de Consultas y la convocatoria inicial del 9N, los comentarios más extendidos han sido aquellos que han hecho hincapié en la previsibilidad de los argumentos del Tribunal, o los que afirman que se ha optado por una interpretación posible, pero la más restrictiva de ellas, como si todo ello tuviera un punto sorpresivo y el TC hubiera podido tomar una decisión distinta.
Lo cierto es que difícilmente el TC iba a resolver de manera diferente a la previsible, por la sencilla razón de que las bases jurídicas sobre las que se resuelven los recursos eran sobradamente conocidas por cualquier interesado en la materia, ya que se contaba fundamentalmente con los precedentes de la Sentencia 103/2008 (Consulta vasca) y la Sentencia 42/2014 (anulación de declaración de soberanía), que de una forma u otra ya esbozaban algunos de los ejes básicos de la Sentencia del TC de 25 de febrero de 2015, que se puede resumir en lo siguiente:
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El primero, que una llamada al entero cuerpo electoral es un referéndum, aunque eso se quiera disfrazar añadiendo a los jóvenes de entre 16 y 18 años y a un determinado grupo de extranjeros que cumplan determinados requisitos.
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El segundo, que construir un procedimiento electoral a imitación del ya existente se enmarca, nuevamente, en querer llamar a lo mismo de diferente manera, lo cual no cambia su naturaleza jurídica.
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El tercero, que el cauce adecuado para la celebración de un referéndum como el que se pretendía no es otro que el de impulsar una previa reforma constitucional.
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